
Cuenta la historia de un juez retirado, Lee Shapiro, una persona auténticamente amable y cariñosa. En un momento de su carrera, Lee se dio cuenta de que el amor es el poder más grande que hay. Como resultado de ese descubrimiento se convirtió a la religión del abrazo: empezó a dar abrazos a todo el mundo. Sus colegas comenzaron a llamarlo «el juez de los abrazos». En el parachoques de su automóvil se lee: «No me fastidiéis, ¡abrazadme!».
Hace más o menos seis años, Lee inventó lo que él llama su «Equipo de abrazar». Por fuera dice: «Un corazón por un abrazo» y contiene treinta corazoncitos rojos bordados con un adhesivo al dorso. Lee saca su «Equipo de abrazar», se acerca a la gente y le ofrece un corazoncito rojo a cambio de un abrazo.
Gracias a esta práctica ha llegado a ser tan conocido que con frecuencia lo invitan a conferencias y convenciones donde puede compartir su mensaje de amor incondicional. En una conferencia que se realizó en San Francisco, los medios de comunicación locales le plantearon el siguiente reto: «Es fácil dar abrazos en esta conferencia dirigida a personas que han venido aquí porque han querido, pero eso sería imposible en el mundo real». Y lo desafiaron a que empezara a dar abrazos por las calles de San Francisco, seguido por un equipo de televisión de la emisora local. Lee salió a la calle y abordó a una mujer que pasaba: —Hola, soy Lee Shapiro, el juez de los abrazos, y doy un corazón de estos a cambio de un abrazo —explicó.
—Cómo no —fue la respuesta.
—Demasiado fácil —objetó el comentarista local. Lee miró a su alrededor y vio a una muchacha encargada de un parquímetro que lo estaba pasando mal a causa del propietario de un automóvil a quien estaba multando. Lee se encaminó hacia ella, con el cámara a su lado y le dijo: —Me parece que a ti te vendría bien un abrazo. Soy el juez de los abrazos y me ofrezco a darte uno.
Ella aceptó.
—Mire, ahí viene un autobús —lo desafió el comentarista de televisión—. Los conductores de autobús de San Francisco son la gente más dura, descortés y mezquina que hay en la ciudad. Vamos a ver si consigue usted que lo abracen.
Lee aceptó el reto. Cuando el autobús llegó a la parada, dijo al conductor: —Hola, soy Lee Shapiro, el juez de los abrazos. El suyo debe de ser uno de los trabajos más agotadores del mundo. Hoy ando ofreciendo abrazos a la gente para aliviarles un poco la carga. ¿Le apetece uno?
El hombrón de un metro ochenta y cuatro y más de noventa kilos de peso se levantó del asiento, bajó y le dijo: —¿Por qué no?
Lee lo abrazó, le dio un corazón y lo saludó con la mano mientras el autobús volvía a arrancar. Los del equipo de televisión estaban mudos. Finalmente, el presentador dijo: —Tengo que admitir que estoy muy impresionado.
Un día, Nancy Johnston, una amiga de Lee, llamó a su puerta. Nancy es payaso de profesión e iba vestida con su disfraz de trabajo, maquillada y con nariz postiza.
—Lee, coge un montón de tus «Equipos de abrazar» y vamos al hogar de incapacitados.
Tan pronto como llegaron, comenzaron a repartir globos, sombreros de carnaval, corazones y abrazos entre los pacientes. Lee se sentía incómodo: nunca había abrazado a nadie que tuviera una enfermedad terminal, que padeciera graves disfunciones físicas o mentales. Decididamente, aquello era excesivo para dos personas. Pero pasado un rato las cosas se volvieron más fáciles, ya que se fue formando un cortejo de médicos, enfermeras y ayudantes que los seguían de un pabellón a otro.
Pasadas varias horas, llegaron al último pabellón donde se alojaban los treinta y cuatro casos más graves que Lee había visto en su vida. La sensación fue tan horrible que lo descorazonó; pero, dado su compromiso de compartir su amor para conseguir un cambio, Nancy y Lee empezaron a abrirse paso por la habitación, seguidos por el séquito de médicos y enfermeras, que por aquel entonces ya llevaban corazones colgados al cuello y lucían sombreros de carnaval.
Finalmente, Lee llegó a la última persona, Leonard, que llevaba un gran babero blanco sobre el cual babeaba incesantemente. Lee miró a Leonard, que no dejaba de babear, y después se volvió a Nancy diciéndole: —Vayámonos, Nancy, a una persona así es imposible llegar.
—Vamos, Lee —respondió ella—. Es un ser humano como nosotros, ¿o no?
Y le puso un sombrero de mil colores en la cabeza. Lee sacó uno de sus corazoncitos rojos y lo pegó en el babero de Leonard. Después, tras hacer una inspiración profunda, se inclinó para abrazarlo.
Súbitamente, Leonard empezó a emitir un chillido.
Otros pacientes empezaron a golpear cacharros. Lee se volvió hacia el personal de la sala, en busca de alguna explicación, y se encontró con que todos los presentes, médicos, enfermeras y auxiliares, estaban llorando. —¿Qué es lo que pasa? —preguntó a la jefa de enfermeras. Lee jamás olvidará su respuesta: —En veintitrés años, es la primera vez que hemos visto sonreír a Leonard.
Así de sencillo es cambiar en algo la vida de la gente.Jack Canfield y Mark V. Hansen
Fuente: Sopa de pollo para el alma
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